Sobre las cartas la mesa

 

En la esquina del salón tiras el cigarrillo que habías empezado en la cuadra anterior y lo aplastas en dos movimientos de tobillo con la punta del zapato acharolado. Mientras ves como el humo sube hasta casi alcanzar tu rodilla, pensás que Mirna tenía razón cuando decía que vos no consumís cigarrillos, los desperdicias. Das un par de pasos y te pones el saco que hasta el momento descansaba sobre tu antebrazo. Metes la mano en el bolsillo interno para asegurarte: está ahí. Haces un repaso mental del nombre con el que tenés que anunciarte, Gramallo… ¿Haroldo? ¿Heraldo? No te acordás, pero no querés revisar el papelito que está apretado entre el cinturón y el elástico del calzoncillo porque estás a pocos metros de la puerta y sería demasiado obvio.

La piba que te recibe en la entrada tiene un flequillo que le nace en uno de los extremos superiores de la frente y baja escalonado hasta tocar la punta de su ceja, como si se lo hubiera cortado veinte minutos antes de venir y sin posibilidad de darle un retoque. Mastica un chicle con la boca exageradamente abierta, tanto que podés verle la lengua manchada por un jugo azul marino, y cuando te habla expide un olor a frutos del bosque mentolado. “Gramallo Heraldo”, arriesgas, ella ya había empezado a arrastrar la uña esculpida por el listado. “¿HÉraldo?” acentúa, y a vos te corre un frío por la zona lumbar, “te anotaron como Haroldo, por eso pregunto”. Suspiras como resignado pero en realidad es alivio, “si, estoy acostumbrado a los errores de tipeo”, le decís y ella te devuelve un número mientras prepara el terreno bocal para inflar un globo de goma azul: “mesa quince”.

El salón está cortado a la mitad por una alfombra angosta de encaje blanco que tiene bordado unas pequeñas perlas que producen unos brillos holográficos minúsculos en el azulejo cuando las luces móviles del techo pasan por encima de ellas. A cada lado de la alfombra, ocho mesas redondas con manteles largos como una cola de novia, empiezan a juntar copones de vino rosado, rolls de sushi cortados milimétricamente y galletas con varias cremas en tonos pasteles. En dos movimientos oculares te ubicas: la mesa que te corresponde es la única a la que le faltan un par tipos de camisas blancas abrazando por la cintura a sus compañeras, que miran al frente con cara de una incomodidad digna de tener una bombacha enterrada entre las nalgas.

Te sentas con tus manos cerradas frente a vos como alguna vez te enseñaron en las clases de catecismo, luego de colgar el saco en el respaldo de la silla con una delicadeza de artista plástico, y chequeas de reojo que siga ahí. Lo está, notas un minúsculo bulto que se camufla con una arruga pero sabes lo que es. Y pasas el tiempo entre bandejas de aperitivos de verduras caras que te rozan las orejas, intentando hacer el menor contacto visual posible para que nadie se acerque a saludar. Entonces, justo pasadas las doce, los ves entrar con exactos veinticinco minutos de diferencia entre sí y sacos cortos, por debajo de los pectorales. Caminan procurando que el primer y último paso sea siempre con el pie izquierdo. Saludan con un leve cabeceo a tres mesas de un lado y dos mesas del otro, después de beber un shot de champagne. Cuando se acercan a la mesa, te paras para recibirlos pero se acomodan antes de que puedas estrechar una mano. Los escuchas presentarse con el mismo nombre con el que te anunciaste a la piba del flequillo mal recortado y te incomoda pero sonreís estirando los labios hasta sentir que se resquebrajan.

Y cuando Sobre las olas empieza a sonar, con las luces bajando en degradé y dejando un ambiente penumbroso, ellos meten sus manos en el bolsillo interno del mini-saco empezando por quien está a tu izquierda y siguiendo en el sentido de las agujas del reloj. Cada uno saca cuatro cartas de tarot y reparten de manera sincrónica, como si fuera un baile de nado sincronizado, dos a la izquierda, luego una a la derecha, luego tres al medio, luego todas al medio, luego una a la izquierda, luego otra a la izquierda, luego dos a la derecha… y cuando cantan ¡CHANCHO!, metes prepotente la mano en tu abrigo cotizado en dólares, sin que te importe cómo se rompe y deshilacha el forro interior,  y lo sacas.


Comentarios

"Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida". César Aira.