Había sido suficiente. Para todos, pensó, no sólo para él que tuvo que soportar el olor a carne abombada y carbón viejo escapándose por la cerradura del departamento e inundando cada una de las paredes recién pintadas del edificio, quizás la remodelación más costosa que se le podría haber ocurrido hacer a un conserje en plena cuarentena. Ahora todos los pisos tenían impregnado un olor a ese chimichurri de ruta fermentado al sol. ¿Y qué iba a decir cuando la vecina del quinto lo frenara en la puerta del ascensor? Porque él sabía… él sabía que iba a estar ahí paradita, sacando el pucho por el único vidrio roto que tiene la ventana del pasillo para que no suene el detector de humo, esperando que asomara la punta de su nariz a través del hierro. ¿Qué iba a decirle? ¡Ay si vecina, disculpe el barandazo, es que tengo una vaca muerta y podrida en la parrilla de mi balcón!
— ¡Y es TÚ culpa! — dijo y le apuntó con un dedo
índice, todavía tan grisáceo como un fósforo usado, a la mosca que no había
parado de volar en círculos desde que él entró al departamento.
— Bzzz
Bzzz — respondió la mosca. Él pensó que por lo menos, por cortesía, podría
haber aprendido a hablar.
Dio una vista panorámica a su departamento:
latas de cerveza sin abrir en la barra, una bolsa de hielo que ya había formado
un charco sobre la mesa y ahora caía en un hilo invisible por una de las patas,
migas y cáscaras de maní humedecidas, un tenedor con restos de morcilla en el
suelo, un rollo de servilletas que se balanceaba en el desnivel del balcón. Era
inhumano el desastre que habían dejado para ser cinco varones. Se levantó del
sillón, propulsado por unas ganas enormes de encarar para la habitación, pero
prefirió ordenar.
Primero lavó los cubiertos. Mientras esperaba
que el agua se entibiara, notó que el zumbido de la mosca había desaparecido.
Se dio vuelta como quien olvida hacer algo importante y la vio apoyada en su
hombro, frotando sus patitas como si fuera a iniciar un fuego con algún hilo
suelto del cuello de su remera.
— A veces me siento solo, ¿sabés? —suspiró sin
dejar de frotar el tenedor con
fuerza, los pedazos de morcilla estaban muy secos.
— Bz —
esta vez la respuesta fue corta, como si el insecto estuviera esperando la
continuación.
Cerró la canilla y agarró un trapo: era el
momento la mesa. La mosca lo acompañó prendida de su ropa. A la mitad del
proceso se dio cuenta que un pedazo de tela media vieja y agujereada no había
sido un buen plan, todo el agua de los hielos le había empapado los pies. En el
bolsillo de su pantalón, su celular brilló como un rayo. Notificación de sus
amigos: lo habían eliminado del grupo de whatsapp. Tiene sentido, pensó, no
tendría que haber organizado el asado.
— Bzzz
Bzzz — la mosca se pasaba de un hombro a otro, como si quisiera tener mejor
visión.
— Bueno, pero les sacaron el auto, ¿qué querés?
Ellos tienen a sus viejas, que las visitan — el agua del piso se había teñido
con la sangre de la morcilla y sus medias se habían vuelto casi la escena de un
crimen —. No como la mía, que lo único que le preocupa es el cuadro de Jesús,
¿lo viste? — dejó el trapo mojado en la mesa y giró sobre sí mismo, donde lo
esperaba una cajonera y una pared blanca con un clavo sin cabeza.
Se colgó sobre el mueble. Un pedazo de su panza
quedó al descubierto y la madera fría lo hizo temblar. No había mucho para
revolver pero le costó sacarlo, pesaba. La mosca seguía agarrada a su remera
como estancada en cemento. Le desprendió unas telas de araña, sopló el polvo
que terminó cayendo sobre la cajonera y lo colgó, ahí estaba: un primer plano
de un Jesús moribundo, con la boca entreabierta, un par de pelos grasosos
perfectamente acomodados en las mejillas y, quizás la parte más perturbadora,
un par de ojos móviles que lo seguían por el living. Abajo una firma: Recuerdo de Mar del Plata, Tienda Los
Vascos.
— Bzzz…
— Já, si, eso decía el cura del barrio: nunca
estás solo si estas con cristo — cerró los ojos y se tocó el pecho, imitándolo.
De repente, la
mosca se levantó de su asiento para volar directo a la puerta de vidrio que
separaba el living del balcón. El viento trajo de nuevo la brisa hedionda del
asado fallido que todavía descansaba debajo del alero. Él la siguió, como si el
insecto así se lo hubiera pedido, y una vez al lado de la parrilla, una arcada
ácida casi lo desmaya. La carne negruzca tenía un colchón de mini moscas
flotando encima y la ceniza había manchado la pared. Su bicho seguía en el
hombro, intacto.
— Bzzz
Bzzz — le habló, pero él sacudió la
cabeza, confundido, y la ignoró.
Con una pala de hierro empezó a acumular el
carbón en pequeñas montañitas para poder levantarlo. Algunas mini moscas huían
espantadas con el chirrido y volvían después de unos minutos. Cuando llegó el
turno de la carne, levantó el masacote de costillas enterrando ambas palmas por
debajo y lo dejó colgando frente a él: tenía la forma de una cola de lagarto,
la parte de arriba estaba viscosa, como transpirada, y abajo una cáscara dura y
quemada. El zumbido de la mosca en su hombro lo volvió a atacar y la miró de
reojo, esta vez prestandole un poco de atención.
— Bzzz
Bzzz — insistió, parada sobre sus
patas traseras y acariciando las delanteras otra vez. Sus mil ojos estaban
compenetrados en la vereda de enfrente.
Él se acercó a la baranda del balcón todavía
sosteniendo la carne podrida con dos dedos. La calle estaba casi vacía, el
único ruido salía de un camión proveedor desde donde dos flaquitos con gorras
blancas bajaban cajas y cajas con productos. La carne le pesaba, ya podía
sentir el tirón en su muñeca. El zumbido del bicho le inundó las dos orejas,
cada vez más fuerte, y la mirada del Jesús moribundo estaba clavada en su
nunca. Entonces lo hizo: tiró el costillar al aire, que cayó como un meteorito,
como el cuerpo de un gato mojado, sobre el parabrisas del camión, estallándolo
en minúsculos pedacitos.
lo lei dos veces y saque una conclucion distinta en ambas asique nose en que creer
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