Morirse cuesta una bocha de guita. Parte 1: Entierro



A mis amigues,

que me salvan todos los días,

y me bancan hasta post-mortem.



— Ahí no va a entrar.

— ¿El qué?

— ¿Cómo “el qué”? ¿No estás viendo lo que es ese agujero que hiciste y lo que es éste de largo?

    Los rayos madrugadores del sol de febrero les caen directo en las nucas pegoteadas con restos grasos de unas cabelleras que no resistieron una tormenta de verano. Alguien, se acuerda Julián, le había dicho que durante esas horas es cuando más calor hace, que es mejor no hacer otra cosa que seguir durmiendo. Bobo, piensa Ema, eso era para que dejes de pedir chocolatada a las seis de la mañana. Los casi 37 grados y los restos de polvillo que levanta la brisa que se cuela por debajo de la medianera les empiezan a aplastar los pulmones, que hacen la fuerza de tres respiradores juntos, y enterrar a Pirri en el patio de su casa está dejando de ser una buena idea. 

— Pero entra boluda, así medio doblado de última — Julián clava la pala en la tierra y se limpia la transpiración que le cae por la nariz, y hace un buen rato le está haciendo cosquillas.

— ¿Cómo lo vamos a meter todo doblado, Juli? No es un trapo de piso — le responde Ema y se queda mirándolo fijo, esperando una respuesta.

    El cuerpo de Pirri, tirado al otro lado del pozo, parece más blanco que de costumbre. Tiene los labios grises y arrugados, como si se los hubieran desinflado. Un par de hormigas le caminan por la cara, algunas se tropiezan con sus pestañas largas, caen a su pómulo y vuelven a subir. Los cortes de su frente ya se secaron, tiene tres: uno bien profundo sobre la ceja que costó cinco paquetes de gasa hacer que deje de sangrar, otro en la sien que muta a raspón a medida que se acerca a la oreja y otro en el ceño, camuflado con los pelos azabaches de ambas cejas que se unen justo sobre la sangre seca. Ema lo mira y recuerda el día que le propuso depilarse: estaban en el garaje de Julián, el punto de encuentro que habilitaba todos los viernes dejándolo sin llave, girando una lata de pintura con fernet tibio, que antes de servir de vaso tuvo que estar en remojo más de dos semanas para sacarle el olor. La depilación iba a ser el resultado de una partida de truco entre colillas viejas de cigarrillos y restos de cáscaras de maní, sobre una mesa improvisada con un pallet a medio pintar.

— ¿Y si no me crecen más? ¿Me van a seguir queriendo sin cejas? — preguntó Pirri mientras se las peinaba con sus dedos índices, en los que estaban creciendo unas pubertas uñas rosadas de guitarrista principiante.

    A Ema la ataca un suspiro que parece no entrar en su estómago: no recuerda haberle dicho que sí, que lo quería y que lo seguiría queriendo aunque su mano torpe le dejara un hueco sobre el ojo que tendría que cubrir con delineador durante días, aunque el fernet tuviera gusto a barniz por más que él lo negara cada viernes, aunque un balcón en mal estado lo hiciera caer siete pisos en picada. 

— ¿Él sabía, no? — la pregunta se le escapa a Ema entre una congoja corta. Su compañero la mira y se congela con la pala llena de tierra en sus manos, donde una lombriz agonizando se sacude y es lo único que hace apenas un poco de ruido — Que la lata nunca dejó de tener olor a pintura, digo. 

    Julián no le responde y sigue revolviendo la tierra en el pozo que de a poco va tomando aspecto de arcilla. De reojo ve la forma nublada de las manos de su amiga acariciando los tobillos fríos de Pirri. Unas lágrimas le humedecen los pómulos y las tapa arrastrando su antebrazo sobre ellas. “Si”, piensa mientras empuja con fuerza una piedra incrustada en la pared de la tumba, “Pirri, siempre supo del olor. Siempre supo más que cualquiera”.

    Perder a un amigo es una bomba nuclear desintegrando una ciudad en cámara lenta: el dolor no termina nunca de arrasar. Es tan desesperante como estar electrocutándose y no encontrar un aislante desde donde sujetar las manos para frenar la quemazón que sale por la boca con olor a bofe chamuscado. Perder a un amigo es dejar el cuerpo sin piel, expuesto a cualquier infección, en carne viva para siempre.




Comentarios

"Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida". César Aira.