Pueblo


— ¡Oviedo sigue haciéndose el pelotudo! — entró diciendo el Toro y dio un portazo, yo salté de la silla y volqué un poco de café en el escritorio.
Se paró al lado mío con los brazos en jarra y cerró los ojos. El chaleco antibalas lo hacía más gordo y las botas le quedaban apretadas. Contuvo la respiración unos segundos y después de exhalar, murmuró con los dientes muy apretados algo así como “ésta estufa de mierda”. Yo seguía en silencio, llegué a pensar que no me había visto. De repente, sacó la pistola del estuche y le apuntó a la chapa abollada de la estufa. Me paralicé. Había olor a gas porque no estaba funcionando bien, si le pegaba un tiro volaba todo. Se colgó un rato así, con la pistola temblando entre sus manos, hasta que se despabiló y solamente le dio una patada que resonó en toda la habitación.
— ¿Qué haces acá? — me preguntó entonces, mientras guardaba su chiche y se sentaba del otro lado del escritorio —. Decime que por lo menos me traes buenas noticias.
Pero lo que menos traía yo era eso: los de la calle A se habían tomado el palo hace unos días y no habían pagado, la del almacén no paraba de pedirme que por favor mande alguien a que controle y ya estaba sospechando, y para colmo, Oviedo, el que menos quilombo hacía pero el que más guita debía. Juntar las coimas se estaba volviendo cada vez más difícil y el Toro nunca fue conocido por tener paciencia.
No movía sus ojos de los míos mientras le hablaba y se tapaba la boca con su mano. Sabía perfectamente que no me estaba escuchando, que todo eso que yo le enlistaba él ya lo conocía. Me refregué las manos en el pantalón que me habían empezado a traspirar de los nervios y cuando me despisté tosiendo, me cortó: 
— ¿Sabés que pasa Bebote? — hizo una pausa para reclinarse en su sillón y acomodó las manos sobre su panza como si fuera un estante — acá todo el mundo me pide que lo deje vender bolsita de allá, que liberame al pibe de acá, que hoy no me patrulles el barrio porque tengo asuntitos… — volvió a hacer una pausa y me miró como esperando que continúe la frase — ¡pero nadie garpa nada, carajo! — golpeó tres veces el escritorio al unísono con sus palabras y lo dejó marcado.
— Bueno pero… — en realidad no sabía que decirle.
— No, no, no    me sacudió las manos en la cara —. No me vengas con tus pelotudeces porque no estoy para eso. Quiero que nos ocupemos de Oviedo, ¿puede ser? — sentenció.
“Ocuparse” significaba, en el mejor de los casos, hacerle entender a las piñas y si en el intento se moría, bueno, también era válido. Pero el Toro no iba a arriesgar su laburo, ya lo habían agarrado dos veces por golpear a unos chicos de la zona y con una más ya tenía los dos pies afuera de la policía. Así que me explicó el plan, que contado con suaves palabras parecía sencillo: el próximo quilombo del barrio se lo adjudicábamos a Oviedo. Pero no pensamos nunca en lo que iba a venir.
Esa noche me fui caminando a casa, el Toro me había ofrecido llevarme en la patrulla pero yo sentí que necesitaba aire frío. Por las pocas cuadras que hice me acompañó un perro al que la sarna le había comido más de la mitad de la cara y cuando me lo imaginé siendo Freddy Krueger me dio risa. Después pensé si en este pueblo la gente tendría un miedo tan grande a algo que no lo dejara ni dormir, y me pregunté también a quién le tendrían miedo si al final, los monstruos que creen que están afuera, terminan durmiendo al lado de sus camas.

Al otro día, el Toro apareció en la comisaría pasado el mediodía. Entró de golpe, caminaba como si lo estuvieran siguiendo, y no saludó a nadie. Yo justo salía del baño y lo choqué de frente. Me miró la bragueta abierta y los problemas que estaba teniendo para subirla. Me dio un poco de vergüenza pero a él no le había importado, me pidió que me acomode rápido y me empujó hacia un costado.
—… y vení ya para mi oficina — siguió, sin darse vuelta.
Había encontrado lo que necesitaba para ocuparse de Oviedo. Al principio no se me pasó por la cabeza, mi concentración estaba en el cierre roto, pero cuando entré a la oficina y me pidió que ponga llave, entendí todo.
— Te voy a meter en un grupo de Whatsapp de los vecinos y vas a mandar la data que yo te diga — soltó como si nada, mientras revolvía el cajón buscando algo entre papeles, cubiertos usados y balas que tenía sueltas.
Lo miré como si me estuviera hablando en japonés pero al Toro no se le negaba nada, ni siquiera me estaba preguntando si querría hacerlo. Era seguir la orden o irme a buscar otro laburo. Así que lo escuché mientras él seguía buscando en el cajón algo que después sería un celular descartable con un número, por supuesto, diferente al mío. No voy a decir que, en algún punto, la idea no me entusiasmaba, al menos esta vez no iba a tener que buscar la manera de entrar a una casa y amenazar a la persona con mutilar alguna parte de su cuerpo a riesgo de que me metan un tiro por la espalda.
— Abusaron de un pibe en el campito — el Toro tenía una facilidad para expulsar las noticias sin que se le mueva un pelo que asombraba —. La madre llamó hace un rato desesperada pero vamos a esperar…
— ¿Esperar qué? — lo intercepté sin pensarlo, de repente lo que en un momento parecía algo del cotidiano se estaba poniendo muy oscuro.
— Epa… — su sarcasmo era irritante — más vale que no te estés tirando para atrás ahora porque es la única chance que tenemos — hizo silencio esperando que le conteste, así que me limité a mirar para otro lado y asentir — Joya, cuchá bien entonces…
Eran casi las cuatro de la tarde, habían pasado dos horas desde el abuso en el campito. El teléfono del Toro sonaba y sonaba, había pedido que todas las llamadas que llegaran sean derivadas a su oficina sin preguntar nada. No atendió ni una y en ningún momento perdió el hilo de lo que me estaba contando. El plan ya estaba todo arreglado: yo me iba a infiltrar en el grupo de Whatsapp que unos vecinos habían armado después de que el rumor del abuso había empezado a correr. Según me contó el Toro, el nombre no iba a ser problema porque me iba a hacer pasar por el Guille, uno de los de la calle B, al que le habían pagado con fajos bastante gordos para que no dijera nada.
En el pueblo las noticias se escabullen como ratas, incluso cuanto más querés mantenerlas ocultas, más ruido hacen. En un abrir y cerrar de ojos, los vecinos ya estaban sacando sus suposiciones acerca del posible abusador. Mi tarea era confirmar algunas características y que sea Oviedo el que quede pegado, la advertencia entonces le llegaría de mano en mano: o pagás, o te la hacemos valer.
“Está todo controlado” fue lo último que me dijo el Toro antes de que salga, pero yo no llegué a esconderme la pistola entre el cinturón y mi campera cuando las corridas empezaron. Estaba a un par de cuadras pero las pisadas y los gritos se escuchaban como si estuvieran al lado mío. La tierra seca de la calle se levantaba cada vez que alguien pasaba hecho una furia y se formó una neblina de polvo. De repente, una humareda negra empezó a cubrir el cielo: le habían prendido fuego la casa. Cuando llegué, una lluvia de cascotes me rozó la nuca y tuve que cubrirme entre dos árboles. Los vecinos estaban desquitados, le habían roto los alambres de la entrada y cuando pudieron pasar le reventaron a patadas la puerta y las ventanas, por donde tiraron alcohol, nafta y palos con fuego.
A Oviedo lo vi salir por los techos en una especie de mal equilibrista de circo, hasta que llegó a la última casa de la cuadra y el dueño lo boconeó. El resto se fue como una estampida a buscarlo no sin antes meterse piedras en sus mochilas. No lo vi caer pero lo supuse cuando vi a la gente frenar y hacer una ronda. Yo me quedé inmóvil, atrás del árbol, escuchando como las chispas de la casa explotaban. A la media hora se calmó todo, no vi volver a ningún vecino pero tampoco había nadie en la calle. Era un verdadero desierto que se iluminado por una casa que todavía ardía.
El Toro me llamó y me pidió que vaya con él. A Oviedo lo habían matado a piñas y cascotazos. Cuando llegué lo vi tirado boca abajo, el charco de sangre era más grande que su cuerpo y tenía las manos todavía agarrándose la cabeza como si aún muerto quisiera cubrirse de algo. Tenía la ropa llena de tierra y los pantalones deportivos se le habían bajado unos centímetros, la piel no estaba sucia pero tenía cortes por todos lados. El Toro quiso levantarlo y le hice señas para que no, me daba impresión.
Nos quedamos los dos mirando el cuerpo un buen rato. Entonces, el Toro se metió las manos en los bolsillos y después de darle una patadita, se rió.

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"Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida". César Aira.