Cascarita

—Vos no sabés lo que es cuidar un hijo —me dijo mi mamá cargada de furia el día que descubrió que no me escapé una, sino varias veces de mi casa para ir a bailar con mis amigas.
Me lo reprochó repetidas veces entre los 12 y los 15 años, época en la que decidí no hacerle caso. O, en realidad, la odié por no dejarme hacer lo que mis amigos y ese odio me llevó, por ejemplo, a quedarme a dormir en la casa de mi vecina para jugar una guerra de bombitas a la madrugada en la calle y si nos aburríamos robarle las revistas porno a su papá para reírnos de un pito, o decirle que iba a lo de una amiga a preparar un oral de Ciencias Naturales pero en realidad nos pasábamos la tarde en una sala de chat platense buscando a qué degenerado íbamos a hacerle creer que le enviaríamos una foto de un pezón nuestro.
Cuando era chica me encariñé con una cascarita que salió después de que cicatrizara una herida que me había hecho con un pedazo de plástico derretido en la pierna.
Desarrollé un fetiche piromaníaco a los 13 años y me encantaba quemar cosas. Pero no cualquier cosa. Yo quemaba objetos que se achicharraran hasta convertirse en una masa completamente desfigurada la cual no podías identificar a qué había pertenecido. Y un día derretí la tapita de una BIC, esas de trazo grueso que a nadie le gustan, y se licuó tanto con el calor del encendedor que empezó a gotear mucho plástico como para que pudiera secarlo con un soplido. Resultado: quemadura del tamaño del botón de una camisa en mi muslo izquierdo, claro que la marca me duró mucho tiempo para recordarme lo boluda que fui.
¿Cómo que no sabía lo que era cuidar un hijo? ¿Y la cascarita qué? Yo la parí y con mucho dolor. Me aguanté el ardor, el sentir como el líquido se iba adhiriendo a mi piel recién nacida. La crié, la eduqué para que crezca sana, fuerte y tape bien la cicatriz del trauma de prenderme fuego. Me ocupé de la herida, la lavé, la dejé airear y también le pasé crema para que no se infecte. ¿Y justo a mí me vino a decir que no sabía lo que era cuidar de algo?
—Si me dejaras salir como cualquier pibe de mi edad, no tendría que escaparme —le respondí.
—Qué desagradecida de mierda… qué pendeja desagradecida de mierda que sos María, carajo —nunca supo responder sin, por lo menos, un insulto.
Me encogí de hombros. No me importó. O sí, por algo después se lo conté a la psicóloga y me terminó diciendo lo mismo que seguro le dijo al resto de sus pacientes: los padres son culpables de (casi todo) trauma. Puede ser. Mi mamá me asfixió toda mi infancia. Se convirtió en mi sombra, en la ropa que usé, en la comida que consumí, en los chicos que besé, en las pesadillas que padecí, en el acostarme en camas ajenas que tanto temí.
—Un pibe me tocó el culo en el boliche.
—…todo te dimos con tu papá, todo. Te dimos eh… eh… educación, confianza —se pisaba al hablar, le temblaba el labio inferior — ¿No te dimos la confianza necesaria para que nos cuentes la verdad? —No me había escuchado.
—Se puso atrás mío, me levantó la pollera y me agarró bien el cachete, me pellizcó muy fuerte.
—… años repitiendo lo mismo, estoy cansada María, estoy harta, soy una mina grande ya… — era un monólogo.
—Tenía la mano fría, como húmeda —puse cara de haber chupado un limón —Tengo miedo de que haya ido al baño y no se haya lavado antes de salir. Mirá si era meo.
Siguió hablando mientras se acomodaba un cigarrillo en la boca. No le entendía nada, parecía un bebé con problemas de dicción. Se le había pegado en los labios que se estiraban cada vez que pronunciaba una O, una A y dejaba ver una pielcita finita parecida a ese resto de baba que queda después de un beso a boca tendida. Mi mamá fumaba mucho en ese entonces y era todo un ritual, era su momento de hablar con algún dios que nadie conocía.
Pero ahora el cigarrillo se movía de arriba a abajo como en un ataque verbo-epiléptico producido por su boca. Lo encendió. Y ver como el fuego se comía el tabaco y lo devolvía hecho ceniza, como cuando un mago no tiene nada en una mano y después de taparla aparece una paloma, me dio un placer desmedido, una euforia que me nació en las manos y me pidió hacerlo, me obligó a hacerlo.
Y lo hice.
Empecé a rascar el sillón de cuerina blanca sobre el que estaba sentada, el favorito de mi mamá, hasta que le levanté un pedazo importante. Agarré el encendedor que en el descuido ella tiró al lado mío y acerqué la llamita a la cuerina que arranqué. Empezó a encenderse. Y siguió, y siguió, y siguió. Hasta que me tuve que levantar para no quemarme.
Miré el almohadón casi consumirse. Y mi mamá seguía sin darse cuenta. Y seguía hablando, y hablaba, y hablaba y el cigarrillo largaba humo, mucho humo. Y el sillón también. Y cuando fue obvia la cuestión, antes de que mi mamá entrara en un estado de locura del que no supe cómo hacerla volver, le dije:
—Mamá, te quiero.
Entonces ella dejó de hablar. Se había dado cuenta de lo que pasaba, de lo que estaba pasando.


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"Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida". César Aira.