En
un estómago hay mucho eco. Y también estás solo, un poco apretado y a oscuras,
es casi como estar en la sala de espera de una guardia: te aburrís como un
hongo y no sabés, o preferís no saber, qué te va a tocar cuando se abra la
puerta. Pero si de algo estoy seguro, después de tantos años de conocer la
profesión que llevo, es que nunca me imaginé terminar pegado a una pared
estomacal. Mucho menos en la del jefe de Gobierno de Argentina.
Soy
pelo sintético, si, y mi casa estaba en un cotillón chino de Once pero un
mínimo de respeto me merezco. Entiendo que venderme a $20 en una bolsita de
plástico no me dé mucho prestigio, pero mi figura representa a las grandes
caras que han portado un bigote: Einstein, Dalí, El Zorro. No creo ser un
cualquiera y mucho menos tener que ser tragado por una persona que no conoce la
ley primera del mundo: respirar. Y después uno, en situaciones extremas, se
pregunta qué hizo para estar donde está. Puede ser que a mi mucho no me haya
ayudado ser vendido en un cotillón, la gente te toquetea, te mezcla con otros
productos, te sacan del envoltorio cuando algún empleado no los ven y te
prueban, te sacan fotos para un grupo de whatsapp y así hasta que el chino
considera que estás demasiado roto para que te compren pero no lo suficiente
como para ser regalado cuando no hay cambio en la caja. Nos terminamos
convirtiendo en los “te doy un caramelito por un peso” de los cotillones. ¿Si
no, de qué otra manera podría haber caído en las manos de “Micky, el mágico”? Un
stripper de Morón de muy bajo presupuesto.
No
es que me queje, nada más hubiera preferido otra cosa a estar paseando colgado
del bozo transpirado de un señor que baila en tanga sobre una silla. Hacía muy
bien su trabajo, eso por lo menos me daba un aliento. Tenía simpatía, buen
cuerpo, sabía cómo usar los movimientos en el escenario y repetirlos para
escuchar más gritos y encima cobraba barato, era un combo aceptable. Venía con
dos disfraces: uno de vaquero que, en realidad, más que un disfraz era un jean
pegado con abrojos por todos lados para que sea más fácil sacarlo y un par de
botas que para los últimos shows ya le quedaban chicas; y uno de policía, el
más pedido y donde entraba yo. Nunca entendí bien cuál era la fascinación de
las señoras con el bigote de un policía. Me han rozado con lenguas, uñas
esculpidas, me han pedido que bese lugares que a veces no quiero recordar.
Debe
ser que hay algo excitante para ellas en el hecho de ser policía y tener
bigote… o de ser bigote y policía a la vez. De ahí que también usen mi nombre
como insulto, ¿no? Pero la cosa es que después de tantos shows en bares medio
pelo o en casas donde más de una vez nos costó salir, a Micky un día de
noviembre, mientras conducía su
impecable Volkswagen Senda hacia una lavandería para renovar un poco el
estado de sus disfraces, le llegó una llamada que le hizo clavar los frenos
casi en el medio de la calle.
—
¡¿Para quién?! — Estaba tan sorprendido que el grito seguro se escuchó a dos
cuadras — ¿Estás segura? —seguía sin creerlo.
Sin
sacar el teléfono de su oreja, revolvió el bolso y sacó la agenda. Anotó “14 de
noviembre, despedida de soltera de Juliana Awada”. De haber tenido una boca, yo
también me hubiera sorprendido tanto como Micky. Segundos después de cortar,
volvió a revolver el bolso y me agarró. Me pegó sobre su barba adolescente que
estaba en proceso de crecimiento y con un codo afuera de la ventanilla y la
otra mano en el volante, siguió conduciendo canchero.
La
noche de la despedida llegó a las pocas semanas, sería en el departamento de
una de las amigas de Juliana y sorpresa porque a la anfitriona no parecía
convencerle mucho esos regalos. Además, le habían contratado el famoso
“trencito de la alegría”, un micrito lleno de luces y dibujos infantiles que da
un par de vueltas por distintas zonas mientras adentro muchas mujeres ya
pasadas de champagne bailan, cantan y hacen el peor papel lamentable de toda su
vida, que saldría a las 2 de la mañana y al que a Micky lo invitaron a
participar. Después de preparar todas las cosas, salimos. Lo que no sabíamos
era que Micky volvería como siempre, pero sin mí.
Después
de casi una hora de viaje, llegamos al departamento en Recoleta. Bajó a
abrirnos la dueña en un vestido lila de seda con encaje negro sobre el busto,
se notaba a kilómetros que no llevaba corpiño. Estaba descalza y daba pisaditas
con las puntas de sus pies para no “ensuciar las medibachas” dijo, pero el
suelo de ese edificio estaba tan lustrado que por poco no se podía usar de
espejo. Subimos al ascensor y marcó el noveno, hicimos siete pisos en silencio
hasta que Micky se animó a preguntarle cómo había conseguido su teléfono y ella
se limitó a contestar “lo vi en un diario”. Llegamos y nos hizo esperar en el
pasillo para esconder a sus amigas, sobre todo a Juliana, y que pudiéramos
pasar al baño a prepararnos.
El
departamento era tan lujoso que Micky caminaba con cuidado porque cualquier
cosa que rompieras ahí de seguro valía, mínimo, mil dólares. Tenía arcadas
cuadradas y enormes que conectaban una habitación con otra, piso laminado de
madera y ventanales por todos lados. En el comedor, una mesa también de madera
para doce personas sostenía muchas botellas de vino blanco y copas de vidrio
finísimo que parecían que se iban a quebrar con solamente mirarlas. Pasamos al
baño y de tan grande que era, no parecía un baño sino dos juntos. Micky me
acomodó frente al espejo, me peinó con el dedo y aunque le costó pegarme por el
poco pegamento que me quedaba, cuando estuvimos listos apagaron las luces y
salimos.
Juliana
tenía una cara extraña, como de no entender muy bien qué estaba pasando pero
como no era su casa y tenía que responder de buena manera al regalo de su
amiga, intentó ponerle toda la onda que pudo. Bailaba despacio, moviendo los
hombros y las manos de manera delicada, como si estuviera sacando mugre
acumulada en la rejilla de una cocina. Sus amigas, por el contrario, estaban
enloquecidas, la dueña de casa no paraba de filmar y sacar fotos, el resto
obligaba a Micky a menear arriba de una botella, le sacaban la gorra, la porra
y bailaban en ronda con eso puesto. Para cuando llegó el trencito, el vino
había desaparecido pero la dueña de la casa tenía un bonus track escondido en
el freezer: tres fresitas listos para descorchar antes de bajar.
Juliana
estaba disfrutando todo desde lejos, como un ente que estaba de paso por ahí o
como si no fuera su fiesta. Mientras sus amigas no paraban de sacudir las
botellas de fresita, ella se sentó en uno de los banquitos del tren a sonreír y
aplaudir al ritmo de la música. Y en todo ese mar de sacudidas, baile,
toqueteo, semáforos de acá, fotos de allá, ahí fue donde me perdí. De repente,
por un manotazo de una señora un poco borracha, yo salí despedido de la cara de
Micky, quien no se percató en ningún momento, y caí al suelo baboso y sucio del
tren. Empecé a ser pateado por tacos y sacudido por las vueltas del vehículo
hasta llegar a quedar enganchado en un miserable tornillo suelto en la puerta
del tren. Y ahí pasé el resto de la noche hasta que volvimos al departamento.
Una
a una las mujeres fueron bajando del tren, la dueña del departamento le pagó al
chofer y todas se quedaron en el hall esperando un par de taxis. Micky saludó,
intentó abrazar a Juliana que a duras penas le dio unas palmaditas en la
espalda transpirada, y se fue directo al auto. Nunca preguntó por mí. Asumió la
perdida como si nada y yo, que solamente valgo $20 en un cotillón chino de Once,
terminé pegado en el zapato de Awada. Sí, cuando bajó del tren sin darse cuenta
me pisó y el mismo pegamento que no funcionó para que no me cayera cuando la
mano torpe de una vieja golpeó la cara de Micky, si lo hizo cuando la
cumpleañera puso su pie encima de mí.
Y
ahí me quedé hasta que Juliana llegó a su casa. Tampoco se había dado cuenta
hasta que, obvio, se sacó los zapatos. Cuando me vio, arrugó la boca con asco,
señal de que no sabía si tirarme o si devolverme a mi dueño. Pero el cansancio
que tenía le ganó de mano y solamente me despegó de su zapato y me dejó apoyado
en una mesa de luz.
A la
mañana siguiente, yo amanecí pegado en la cara de Mauricio Macri que bailando y
gesticulando frente al espejo de su cuarto, intentaba acordarse aunque sea una
palabra de una canción de Queen con muy poco éxito.
De
cómo pase de eso a estar en su estómago, es una historia que me da vergüenza
contar.
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