Apareció ahí. Como quien deposita a la pasada...


Apareció ahí. Como quien deposita a la pasada, rápido, casi sin mirar, el correo en el buzón; como quien prende la luz y ve, sin esperarla, sin oírla, una cucaracha escabulléndose en la habitación. Simplemente, un día lunes igual a cualquier otro comienzo de semana en el pueblo, una camioneta Chevrolet modelo 70 color bordo con cabina blanca, apareció ahí.
El primero en verla fue Gregorio Buenaventura, uno de los pocos adolescentes que todavía no había abandonado aquel pavimento que lo vio crecer, cuando llegó bien temprano en la mañana a abrir el almacén. El vehículo estaba estacionado a unos pocos metros del negocio, tenía dos de sus ruedas descansando sobre el pequeño montículo de tierra que formaba la vereda y una de sus luces rotas, como si algún mal arriado le hubiera tirado un puñetazo o una piedra. Gregorio se acercó con cautela, achinando los ojos en señal de sospecha, como si temiera ser atacado por algún animal salvaje pero no encontró más que ese detalle, la camioneta estaba en perfectas condiciones: ningún rayón ni abolladura o hasta manchas de grasa. Pero tampoco parecía tener dueño. O al menos éste no se encontraba dentro.
Cuando se sintió a salvo, el joven miró y remiró la camioneta. Aplastó su cara entera varias veces en las dos ventanillas oscuras buscando primero al propietario, después las llaves y después ya no sabía qué pero algo que tenga que ver con una respuesta. Después de unos minutos, se resignó. Miró hacia ambos lados de la calle con sus brazos en jarra. Se rascó la cabeza y frunció los labios. No, no sabía de quién era. Aunque si intuía que no podía pertenecer a alguien de ese diminuto pueblo. No pasaban los treinta habitantes por lo cual no había manera, y mira que buscó alternativas, de que si alguien hubiera adquirido semejante lujo no se haya corrido la voz en menos de un día y medio. Tampoco esperaba a algún proveedor, ya habían pasado la semana anterior y en el caso que así hubiera sido ninguno de ellos se maneja con automóviles. De hecho, nadie en el pueblo se maneja en automóviles. Ver uno ahí era una real novedad.
Las ideas de Gregorio fueron interrumpidas por Brígida, vecina de su almacén y la única anciana del vecindario que, según se decía, cambiaba todos los días su apellido. Algunos creían que era porque sus setenta y largos le habían comenzado a hacer cortocircuitos pero a Gregorio le nacía el sentimiento de que en realidad ocultaba algo, mas nunca le interesó que podría ser.
 -¿Nuevos vecinos?- se acercó preguntando Brígida con su característica carraspera y su bolsita de lana para las compras.
Gregorio hizo un ademán con la cabeza sin dejar de mirar la camioneta y contestó:
-No lo sé, no estoy seguro. No supe de rumores de mudanza, ¿usted?-
-Tampoco querido, vivo encerrada tejiendo. El único momento del día en que el sol me ve la cara es este- y enfiló directo al almacén.
Gregorio sabía que era mentira porque a Brígida le encantaba el cuchicheo y escarbar en las privacidades de los habitantes del pueblo. De existir una guía con todas las novedades semanales ella sería la autora. Por eso no vaciló al creer que la vieja podría haber escuchado o visto algo desde la ventana principal de su casa, donde tenía siempre pegada la oreja, relacionado a la Chevrolet de procedencia misteriosa y la detuvo para preguntarle antes de que abra la puerta del local. Pero, quizás como era de esperarse, la respuesta lo decepcionó:
-No joven, cuando me levanté ésta madrugada por los maullidos de mi gato que me pedía entrar ya la vi ahí cuando abrí la puerta. Por eso esperé a encontrarte suponiendo que sabrías algo- volvió a dar media vuelta y desapareció en entre las cajas de productos. Gregorio suspiró y la siguió.
A lo largo de todo ese día, cuando las actividades empezaron y el rumor, a veces tergiversado, a veces exagerado, se escabulló por el pueblo, la incertidumbre por la Chevrolet empezó a crecer. Hombres y mujeres pasaban y la miraban con desconcierto, algunos se frenaban y husmeaban por dentro, la tocaban y otros entraban al almacén y felicitaban a Gregorio por la adquisición pero cuando éste negaba la pertenencia la duda instalaba su terapia de shock. Lo único que se escuchó durante esas 24 horas fue "¿de quién es?". Pero nadie sabía, de nadie era, nadie había visto ni escuchado algo. Era como si hubiese brotado de la mismísima tierra, como si un pájaro la hubiese dejado caer en algún vuelo.
Para cuando el sol empezó a caer, la gran mayoría de los vecinos se había reunido alrededor del automóvil. Se decían cosas al oído, se cruzaban de brazos, sospechaban de quien tenían al lado, cosechaban miedos, culpas y misterio. Pero nadie resolvía nada y el verdadero dueño seguía sin aparecer. Gregorio salió del almacén una media hora después de que esa especie de junta deliberante se formó y se quedó observando el espectáculo desde lejos.

A las 20 horas en punto, cuando la noche había encerrado al pueblo, las luces incandescentes de la Chevrolet se encendieron solas. Los vecinos cortaron su respiración al mismo tiempo y como en una coreografía todos abrieron lentamente sus bocas y giraron sus cabezas hacia el vehículo. Nadie emitió un sonido más. No hubo movimientos, se habían paralizado casi por completo. Y acto seguido, una grabación en cassette empezó a sonar. 

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