Cuando apareció dando vueltas por el barrio todos lo evitaban. Hombres y mujeres, niños y niñas hacían de las suyas para escapar del mal augurio, algunos escupían el suelo 3 veces y otros se daban vuelta y caminaban tres pasos. Al principio le fastidiaba pensar que su color negro ponía disparidad entre él y los habitantes de la manzana pero no fueron muchos los días en que tardó en acostumbrarse, y hasta quizás, en tomarle gusto al asunto.
Caminaba con elegancia y egocentrismo por las calles del centro, pasando siempre por debajo de las escaleras de una construcción sobre la avenida principal para hacer trastabillar a los obreros que temblaban desde lo más alto con su presencia, saltaba a las mesas de las cafeterías y restaurantes para que de un susto infartante los clientes derramaran toda la sal sobre la mesa y se escabullía en los locales de antigüedades o decoración hogareña para que los presentes huyeran de su encuentro no sin antes romper algún espejo en el apuro.
Pero nada le hacía mover un pelo. Como a todos los gatos negros.
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