Salimos temprano. A papá le prestaron un camión volcador con caja
azul que, aunque parece pesadísima, se asemeja a la de un juguete Duravit.
Yo me trepo por un costado ayudándome con una de las ruedas que está gris
de tanto barro seco acumulado y me acuesto ahí dentro, a lo largo. Entonces
papá, desde abajo, empieza a tirar las valijas que caen con el mismo peso
de una bolsa de cemento sobre mis pies, pero no me duele y dice algo así
como que la frontera entre Paraguay y Bolivia se movió dos centímetros a la
izquierda así que vamos a tener que desviarnos por Salta para llegar, lo cual
nos atrasa dos horas el viaje. Esto último lo dice en otro idioma que yo no sé
hablar, pero por alguna razón lo entiendo perfecto y me enojo porque sé que
no vamos a llegar a ver cómo tapan el sol, así que le digo que se calle, que me
está molestando ese ruido que hace con la boca, como si estuviera revolviendo
un caramelo duro entre sus dientes, y que se vaya a la mierda.
Me despierto en la mitad del viaje, pero mi espalda se queda pegada a
la chapa de la caja que, después de más de medio día al rayo del sol, hierve
tanto como para derretirme la piel que parece que se estira como si fuera un chicle pegado debajo de un pupitre durante todo un verano. Igual me acerco a
la ventanita que separa la caja de la zona del volante y de repente aparecemos
papá, la tía Lili y yo en el living de una casa tan antigua como la iglesia en
la que aprendí catecismo. Yo me acerco a la tía Lili que está arrodillada en
el centro de la alfombra que recubre el piso empolvado, rezando un Padre
Nuestro en un volumen casi imperceptible mientras me mira de reojo y sé
que está enojada por algo que hice, pero en realidad no sé qué es lo que hice,
pero fue algo muy malo. Entonces me dice que soy una irrespetuosa, que la
naturaleza es sabia y me va a venir a buscar como hizo con ella.
Después de eso papá y yo aparecemos de nuevo en casa, tenemos
manchones rosados por las quemaduras del sol que están embadurnadas de
aloe vera en tanta cantidad que nos humedece la ropa. Porque para acceder
a la playa desde donde veríamos cómo subía el globo aerostático hasta el
espacio, había que atravesar un camping. Por algún motivo, papá eligió ir por
el camino más largo y robar una toalla fucsia de una familia que se estaba
alojando ahí y nos miraba por una ventana con una especie de sombreros con
forma de sombrilla en sus cabezas, pero que en realidad eran paneles solares.
Entonces de repente estamos los dos sentados en unas reposeras, discutiendo
algo sobre el calentamiento global y el Amazonas, haciendo un picnic con los
pocos amigos de la fábrica que le quedaron a papá después de que lo rajaran,
y aunque ninguno se da cuenta somos todos bebés que hablan como adultos
y llevamos puestos pañales con caca que sirve de abono para las plantas.
Y en un movimiento que no se entiende bien, volvemos a aparecer,
una vez más, en casa. Yo pienso que tenemos que salir temprano, que es imposible que a esta altura lleguemos a ver algo porque el cielo está con un
color metalizado y en cualquier momento empieza a llover agua de coco para
los intolerantes a la lactosa. En ese momento mi hermana sale del baño con
los pómulos un poco inflamados y me dice que hoy se puso las gotitas en los
ojos y ahora le salen los mocos flúor. Me muestra uno que parece una tira
de serpentina anaranjada y a mí me gusta la forma que tiene, así que le digo
que lo guarde bien porque lo vamos a necesitar más tarde. Nos agarramos
de la mano, dejando que el moco se pegue entre nuestras palmas, y salimos
corriendo a la playa.
Entonces aparece la cara de un tipo que conozco de algún libro cerca
de la orilla, sin cuerpo. Yo sé que tiene torso, pero ahora solo está su cabeza
flotando, incluso sin su cuello. Estamos a unos metros de los acantilados
y el viento le hace flotar la barba entre el mentón y los orificios de la nariz,
tapándole la voz, solo se escucha una interferencia cada vez que abre la boca
para explicar cómo es que va a lanzar el globo que tapará el sol y hará crecer la
capa de ozono. De repente la cabeza flotante del hombre empieza a hincharse
de manera irregular, primero una mejilla, después una porción de la frente y
por último la zona de la oreja izquierda. Una persona detrás de él está usando
mal el inflador.
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